jueves, 18 de febrero de 2010

La nausea ( fragmento)

Qué lejos de ellos me siento, desde lo alto de esta colina. Me parece que
pertenecen a otra especie. Salen de las oficinas, después de la jornada de trabajo,
miran las cosas y las plazoletas con aire satisfecho, piensan que es su ciudad, “una
hermosa ciudad burguesa”. No tienen miedo, se sienten en su casa. Nunca han visto
otra cosa que el agua domeñada que sale por los grifos, la luz que surge de las
bombitas cuando se hace presión en el interruptor, los árboles mestizos, bastardos,
sostenidos con horquetas. Cien veces por día tienen la prueba de que todo se hace
mecánicamente, que el mundo obedece a leyes fijas e inmutables. Los cuerpos
abandonados en el vacío caen todos a la misma velocidad, el jardín público se cierra
todos los días a las dieciséis en invierno, a las dieciocho en verano, el plomo se funde
a 335°, el último tranvía sale del Ayuntamiento a las veintitrés y cinco. Son apacibles,
un poco taciturnos, piensan en Mañana, es decir, simplemente, en un nuevo hoy; las
ciudades sólo disponen de una sola jornada que se repite, muy parecida, todas las
mañanas. Apenas la adornan un poco los domingos. Imbéciles. Me repugna pensar
que volveré a ver sus caras gruesas y tranquilas. Legislan, escriben novelas
populistas, se casan, cometen la extrema estupidez de tener hijos. Entre tanto, la gran
naturaleza vaga se ha deslizado en la ciudad, se ha infiltrado en todas partes, en sus casas, en sus oficinas, en ellos mismos. No se mueve, permanece tranquila, y los
hombres están bien metidos dentro, la respiran y no la ven, se imaginan que está
afuera, a veinte leguas de la ciudad. Yo veo esa naturaleza, yo la veo... Sé que su
sumisión es pereza, sé que no tiene leyes: lo que ellos toman por constancia... Sólo
tiene hábitos y puede cambiarlos mañana.
¿Y si sucediera algo? ¿Si de golpe se pusiera a palpitar? Entonces comprenderían
que está aquí y les parecería que el corazón iba a estallarles. ¿Entonces de qué les
servirían sus diques y sus murallas, y sus centrales eléctricas, sus altos hornos, sus
prensas hidráulicas? Puede suceder en cualquier momento, quizá en seguida; éstos
son los presagios. Por ejemplo, un padre de familia de paseo vera acercársele, por la
calle, un guiñapo rojo como empujado por el viento. Y cuando el guiñapo esté muy
cerca, verá que es un trozo de carne podrida, manchada de polvo, que se arrastra
reptando, brincando, un pedazo de carne torturada que rueda por las alcantarillas
proyectando espasmódicos chorros de sangre. O una madre mirará la mejilla de su
hijo y le preguntará: “¿Qué tienes ahí? ¿Un grano?” y verá que la carne se hincha, se
resquebraja un poco, se entreabre, y en el fondo de la grieta aparecerá un tercer ojo,
un ojo risueño. O sentirán suaves roces en todo el cuerpo, como las caricias que los
juncos hacen a los nadadores en la ribera. Y sabrán que sus ropas se han convertido
en cosas vivas. Y otro encontrará que algo le raspa en la boca. Y se acercará a un
espejo, abrirá la boca; y su lengua se habrá convertido en un enorme ciempiés vivo,
que agitará las patas y le arañará el paladar. Querrá escupirlo, pero el ciempiés será
una parte de sí mismo y tendrá que arrancárselo con las manos. Y aparecerán
multitud de cosas para las cuales habrá que buscar nombres nuevos: el ojo de piedra,
el gran brazo tricornio, el pulgar-muleta, la araña-muleta. Y aquél que esté dormido en
su buena cama, en su dulce cuarto caliente, se despertará desnudo en un piso
azulado, en un bosque de vergas zumbantes, erguidas, rojas y blancas, hacia el cielo,
como las chimeneas de Jouxtebouville, con grandes testículos medio salidos de tierra,
velludos y bulbosos, como cebollas. Y revolotearán pájaros alrededor de estas vergas y las picotearán y las harán sangrar. El esperma correrá lenta, dulcemente, de esas
heridas, esperma con sangre, vidrioso y tibio, con burbujitas. O no sucederá nada de
todo esto, no se producirá ningún cambio apreciable, pero una mañana, al abrir las
celosías, las gentes quedarán sorprendidas porque las cosas estarán pesadamente
rasgadas de una especie de sentido horrible, como si esperaran. Nada más que esto;
pero por poco que dure, habrá cientos de suicidios. ¡Bueno, sí! Que esto cambie un
poco, para ver; no pido otra cosa. Entonces veremos a otros bruscamente sumidos en
la soledad. Hombres solos, completamente solos, con horribles monstruosidades,
correrán por las calles, pasarán pesadamente delante de mí, con los ojos fijos,
huyendo de sus males y llevándolos consigo, con la boca abierta y su lengua-insecto
batiendo las alas. Entonces lanzaré una carcajada, aunque mi cuerpo esté cubierto de
sucias costras opacas que se abrirán en flores de carne, en violetas, en ranúnculos.
Me apoyaré en una pared y les gritaré al pasar: “¿Qué habéis hecho de vuestra
ciencia? ¿Qué habéis hecho de vuestro humanismo? ¿Dónde está vuestra dignidad
de cañas pensantes?” No tendré miedo, o por lo menos no más que en este
momento. ¿Acaso no será siempre existencia, variaciones sobre la existencia? Todos
esos ojos que devorarán lentamente un rostro, estarán de más, sin duda, pero no más
que los dos primeros. La existencia es lo que temo

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